miércoles, 25 de noviembre de 2009

Antes de morir, déjame ser tuyo.


La música le llegó flotando, envolviéndola desde una distancia imprecisa, suave, cadenciosa. Una guitarra y una voz. Nada más. El sonido cristalino de una guitarra y una voz bien atimbrada, cargada de matices, flujos y reflujos. Una combinación perfecta y casi absurda.
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Absurda allí, en mitad de ninguna parte.
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Se detuvo, buscó arriba y abajo, se orientó. El Rosedal se convertía de pronto en una suerte de anfiteatro cargado de ecos. Nadie, salvo ella, parecía darse cuenta de la música, una banda sonora que flotaba por encima de sus cabezas. La gente caminaba como todos los días y a lo largo de todas las horas, en la isla vegetal aislada de la gran ciudad. Parejas sosteniéndose el uno al otro como si fueran a caerse, incapaces ya de seguir solos por la senda de la vida; matrimonios jóvenes empujando cochecitos o jugando con sus hijos pequeños; parejas maduras dando el enésimo paseo de su historia bajo el silencio de la calma; parejas y no parejas de ancianos sentados en los bancos y las sillas, atentos al mejor de los programas posibles: la vida. Turistas de todos los colores...
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¿Cuánto hacía que no paseaba por El Rosedal? ¿Una eternidad? ¿Y cuánto hacía que no escuchaba una voz y una guitarra en la calle o en el subte? No tanto en realidad. Buscaba algo.
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Sabía que se escondían allí ¿Y qué? Voces y sonidos que apenas nadie escuchaba y menos ella. El mundo estaba lleno de sombras. Nunca paseaba, ni por El Rosedal ni por ninguna parte en realidad o escasas veces... Y nunca bajaba hasta las entrañas de la ciudad para tomar el subte.
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Nunca hasta ese momento.
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Por lo menos creía en el destino. Por eso venía a buscar algo que había escuchado y visto.
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Como Ulises frente al canto de las sirenas, aunque en este caso vencida por ellas, caminó atrapada y atraída por la canción, y se dio cuenta que ahí estaba lo que buscaba. Palermo... El Rosedal arriba, en dirección al paseo de los amantes.
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Escuchó una frase nítida:
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Antes de dormir, déjame que entre en ti.
Antes de despertar, déjame que entre en ti.
Antes de morir, déjame vivir en ti.
Déjame, déjame, déjame que lo intente hasta el fin.
Déjame ser tu amante esta noche.
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El músico estaba sentado en un ángulo de la glorieta, de cara a los paseantes y dando la espalda al lago. Inclinado sobre su guitarra, una preciosa Ovation acústica... no se le veía la cara. Vestía con la informalidad de todos los jóvenes, pero con cierto descuido y un dejo trasnochado. Camisa, vaqueros, el símbolo de la paz recuperado después de los años hippies; cabello ligeramente abundante y despeinado. Su corazón latió fuerte. Estaba. En lo primero que se fijó fue en sus manos. Dedos largos y finos. Manos de guitarrista. Tenía la funda de la guitarra abierta al frente y en ella, varias monedas.
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No se detuvo delante de él. Siguió caminando, aunque sin alejarse demasiado y mirando de reojo. Lo hizo a unos diez metros, distancia suficiente para escuchar y ver sin ser notada. La canción continuaba fluyendo con armónica presencia. Una canción que no conocía, podía jurarlo.
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Si de algo podía presumir, era de conocerlas todas. Así que se trataba de un tema inédito, original. Le capturó la fuerza de otras estrofas, otras frases que la hicieron temblar:
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Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tuyo el resto de tus días.
Me alimento de ternuras y esos besos,
que se rompen y nos lavan las heridas,
como imágenes de amor en los espejos.
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Déjame ser tu amante esta noche.
Y dormir en el silencio de esos gritos.
dejar en tus quebradas estas huellas,
para amarte con mis dedos ya marchitos,
y soñarte mientras tocas las estrellas.
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Déjame ser tu amante esta noche.
Como fuimos en mil vidas ya pasadas.
Geografía del amor que vivo y canto,
en tu cuerpo mil pasiones no gastadas.
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Al terminar la canción, larga, densa, llena de sólidas estrofas perfectamente engarzadas y después de repetir el estribillo, el músico levantó la cabeza y pudo verle el rostro. Casi sonrió tan externamente, como lo hizo internamente. Ella lo miró y le calculó entre veintidós y veinticuatro años. Era atractivo. Más que atractivo. Cualquier chica lo consideraría guapo. Nariz recta, labios sensuales, ojos limpios, expresión abierta...
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No era posible. Tanto y tan bueno... pero no podía... Lo volvió a encontrar, pero no podía...
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Continuó quieta, prescindiendo del mundo entero y más de la hora. Quieta y escuchando las nuevas canciones del músico callejero, todas inéditas, todas propias, todas originales. Quieta y absorbiendo las letras, los conceptos, las ideas. Quieta mientras el mundo danzaba a su alrededor sin darse cuenta de nada, porque ella y sólo ella podía en un momento como aquel, percibir la realidad:
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Que allí, a unos metros, tal vez estuviera naciendo su estrella.
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® 1999, Armando Maronese
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Miércoles, 03 de noviembre de 1999

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